Las ramas crujían en sus pies,
el frío se paseaba por su cuerpo y la respiración sonaba más fuerte con el
pasar de los segundos. La luna iluminaba hasta más que el sol y llamaba la
atención de un sin número de aullidos. El niño, que había estado corriendo toda
la tarde, ahora corría en el amanecer, pero por un motivo distinto.
El niño, respondía al nombre
de Pedro, vivía en una mansión, pero como sirviente. Su madre era asistente en
la cocina y de alguna forma le consiguió trabajo a su hijo de apenas 7 años. Él
era el encargado de llevarle la comida al dueño de la casa, a la persona más
importante del pueblo, pero aquella tarde todo salió catastróficamente mal.
Mientras corría se repetía en
su cabeza dos cosas. La primera llena de arrepentimiento por lo que acababa de
hacer, deseando no haberlo hecho. La segunda era la más inminente, el hecho de
que su muerte estaba a solo cuestión de segundos. Descalzo, ignoraba el dolor
en sus pies mientras esquivaba los árboles.
Esa tarde Pedro salió a jugar,
olvidándose de todas sus obligaciones. Se había olvidado de llevarle la comida
al Señor Alfaro y para cuando se acordó era de noche. Su mamá le había
mencionado que solo había una regla, que no importen las circunstancias, no
debía entrar al cuarto del Señor Alfaro de noche, aunque nadie sabía bien por
qué. A Pedro no le importó y fue por la bandeja.
Mientras corría se decía a si
mismo en voz de desesperación “debí escuchar a mamá” Entonces escuchó un aullido
tan cerca que hasta lo pudo oler. Regresó a ver por primera vez y tropezó con
una rama, se quedó quieto, atónito.
El pasillo estaba más
iluminado que de día, ¡y vaya que la luna estaba hermosa! Pedro caminaba con la
bandeja de plata entre sus manos, aterrado, nunca había roto una regla de esta
manera, pero más que nada, había un silencio completo. Cuando llegó a la puerta
la abrió, y lo primero que alcanzó a ver fueron unas uñas del tamaño de sus
brazos. Ante él, un monstro de cuatro patas y mucho pelaje, casi como un oso.
Dejó la bandeja caer y corrió hacia el bosque, la bestia lo siguió.
Desde el ángulo que tenía
ahora Pedro, ya no parecía un oso, sino más bien un lobo. Esto le importó poco ya que nunca había tenido tanto miedo. Cuando vio las
enormes uñas acercarse, cerró los ojos, pero en ese preciso momento, una nube
eclipsó la luna.
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